¿Para qué un proceso de sucesión?

¿Para qué un proceso de sucesión?

 
La sucesión es algo natural, como la vida misma. No somos eternos. Los proyectos, empresas e instituciones de éxito suelen sobrevivir a sus creadores; éste es el principal signo de haber trascendido.

El emprendedor que ha creado una empresa de la nada con su esfuerzo y con pocos medios, suele sentirse orgulloso de su obra. Si, además, ha conseguido que su proyecto no sólo se hiciera realidad, sino que lo ha hecho crecer hasta el punto de poder vivir de él, puede considerarse, con todo derecho, un empresario.

Suele ocurrir que el artesano más innovador, el comercial más hábil o el profesional más brillante, al convertirse en empresario, en la misma medida que su empresa crece, tiene que disminuir el tiempo dedicado a su vocación original para concentrarse en las tareas de dirección. Uno no puede estar simultáneamente en todas partes. El autónomo, el profesional liberal se convierte en gerente y, si da entrada a miembros de la familia o a otros empleados, en empresario familiar.

Con el crecimiento, la empresa no pierde el sello personal de su creador, si bien es cierto que su influencia directa en muchas actividades disminuye para poder dedicarse más a gestionar a las personas que las llevan a cabo, primero de la familia y, más adelante, de fuera.

La dirección de un equipo, la gestión financiera o la apertura de nuevos mercados suelen convertirse en un duro aprendizaje para el empresario novel; se trata de una lucha a brazo partido contra nuevos oponentes, hasta entonces desconocidos, en forma de competidores proveedores, empleados, directivos, aun a sabiendas que uno tal vez no esté tan preparado técnicamente como ellos; su intuición despierta, su dedicación total y su confianza absoluta en las posibilidades de la empresa compensarán sus carencias de conocimientos.

Llegado el momento, a medida que la empresa crece, se impone una mayor profesionalización, la asignatura pendiente para muchas pymes familiares. 

Algunos empresarios dan el paso, mientras que otros lo aplazan por motivos –o excusas– de lo más diverso. La estructura financiera de la organización, su organigrama, las funciones de sus recursos humanos, los criterios de gestión, los medios disponibles, la base tecnológica, sus órganos de gobierno, todo debe ser replanteado desde una nueva perspectiva, más profesionalizada, muy distinta a la utilizada hasta el momento, en la que todo estaba hecho a la medida personal del empresario.

Con el crecimiento, el empresario pierde algo de su poder absoluto y, aunque no pierda su capacidad de influencia, su rol capital, deja de ser el centro del universo en su organización. Y eso cuesta.

Sin embargo, aunque a él no se lo parezca o quiera negar la evidencia –a veces de manera inconsciente–, los años no pasan en balde. Los primeros en darse cuenta de que el reloj biológico se va agotando suelen ser los más próximos, a pesar de que no se atrevan a decírselo al interesado.

Con los años los reflejos se hacen más lentos, la energía menos explosiva y, como ocurre con la mayoría de las personas, aumenta la tendencia a conservar lo que se ha conseguido en vez de plantearse retos más arriesgados, algo peligroso si el entorno  exige la inversión máxima de esfuerzos para seguir siendo competitivo.

La sucesión, aunque se emprenda de mala gana, es un largo proceso que arranca con el ocaso biológico y psicológico del empresario.

Las empresas pueden durar más que las personas; algunos empresarios renuncian al crecimiento negándose a contratar a personal externo, otros se resisten a profesionalizarla –y así pueden mantener un control absoluto y personal sobre ella–, como también los hay que ponen en jaque el futuro de su empresa al hacer caso omiso a los avisos que su cuerpo y su mente les envían cada vez más frecuentemente, con lo que la empresa puede morir con su creador.

De la misma forma que las aptitudes del empresario no decaen de golpe, la sucesión tampoco debe reducirse al momento del traspaso de poderes o de la propiedad a su sucesor, sino que éste necesitará su tiempo para prepararse para un cometido que entraña nuevas competencias –técnicas y gerenciales– y una responsabilidad mucho mayor. ¡A fin de cuentas, al empresario, también le ha costado años hacerse con los conocimientos, las habilidades y el liderazgo alcanzados!

Es por todo ello que una sucesión bien llevada será algo más que un acto o una firma de un documento; debe ser un proceso iniciado con tiempo suficiente para que empresario y sucesor puedan asimilar los cambios que conlleva. Su duración, en con secuencia, variará según las exigencias de cada empresa, según el punto de partida del sucesor y según la edad y la salud del empresario. Y la única forma de no quedar a merced de las circunstancias será planificarla, con sus etapas y sus plazos.

Sin embargo, por lo que se desprende de las estadísticas de mortalidad empresarial debida a la mala gestión de la sucesión, ésta debe ser como un salto al vacío para muchas empresas familiares, no sólo aquí, sino en todo el mundo, lo cual no es ningún consuelo para nadie.

Si muchas empresas familiares desaparecen a medida que la generación de quien está al frente se aleja de los fundadores, probablemente la sucesión debe ser un aspecto al que hay que prestar más atención de lo que aparentaba.

Es muy importante para las empresas familiares contar con un asesor que ayude antes que cualquier otra cosa, a conciliar los intereses y clarificar la visión en un ambiente cordial y de excelente comunicación que propicie una sucesión exitosa.

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